Amaneció como un día cualquiera. La niebla borraba la mirada sobre el infinito de aquella calle por la que discurría su vida. Se acercaba peligrosamente al precipicio de un tiempo, que pese a seguir siendo joven le había pasado una factura demasiado elevada. La falta de decisión, el aferrarse a aquella falda protectora que siempre le había servido de sutil paracaídas, de aquella mirada a la que sujetarse y a la que recurrir para esconder sus propias vergüenzas ya no le servían de nada.
Desde hacía tiempo se había convertido en el Rey desnudo de cuento (o el Traje Nuevo del Emperador), y en su inopia ni cuenta se había dado de los acontecimientos. Lo que veía pasar era su propio tiempo, ni cuenta se dio. ¿Por qué? Por el acomodamiento que le supuso hacer siempre la misma rutina, esa misma rutina que le había impedido ver que su tiempo había pasado, entre mentiras con las que iba zafando el tiempo, mentiras con las que ganaba horas o días, la mentira en que se había convertido su existencia. Y por cierto se hacía llamar amigo. Mientras la niebla se disipa, el tiempo transcurre, el clavo ardiendo al que se aferraba se deshace entre sus manos y lo que era seguro se convirtió en una quimera.