El tiempo se escurre entre nuestras manos como el viento lo hace entre las nubes. No sabemos, como en muchas obras literarias, cuando va a ponerse el punto y final, ese signo que nos hace desaparecer físicamente de la temporalidad de nuestra existencia, para transformarnos en el recuerdo de aquellos que desde ese momento dediquen, aunque un segundo sea, tiempo de su incierta existencia a recordarnos. Nuestro tiempo al final sirve para vivir en la memoria de otros, en el recuerdo de las familias y en aquellas obras (grandes o pequeñas) que hayamos podido dejar. Nuestros deudos son los grandes arquitectos de nuestra permanencia temporal. Reflexionas y te das cuenta de la fragilidad y es cuando te vienen a la cabeza los buenos propósitos, advienen preguntas sin respuesta, respuestas con preocupaciones, preocupaciones sin consistencia y la propia consistencia de nuestra vida.

Nadie sabe cuándo llega, todos comprendemos física y biológicamente cuando aterrizamos entre nuestros congéneres, pero sigue siendo un auténtico misterio cuando partimos de la fugacidad temporal. Nuestra fecha de partida no está escrita en ninguna parte (al menos que conozcamos) lo que nos convierte en un auténtica sorpresa, por expresarlo de algún modo; pero una sorpresa que tarde o temprano tiene que llegar, y que la mayoría deseamos se alargue lo más posible. Te acuestas a dormir, coges un avión, tren, autobús, coche, moto, bicicleta, caminas, haces deporte, y ahí puede ser que te esté esperando para sorprenderte. Por ello se atribuye a Virgilio la expresión “tempus fugit” el tiempo se escapa, huye…y como así lo hace disfrutemos de él, teniendo presente el destino, pero haciendo nuestro cada segundo, cada minuto, cada hora que al tiempo ganamos y que convertimos en nuestro pasado. Y sigue girando la rueda, una rueda que girará hasta que inesperadamente se nos pare, y de ello hablarán otros por nosotros.